lunes, 5 de mayo de 2008

¿a qué saben tus párpados?



Hay tan sólo medio metro entre nuestras bocas. Duermes. Sé que te despertarás, que llegará ese momento. No hemos dormido nada en toda la noche, tú ahora lo has conseguido. Pero yo no puedo. O no quiero. Necesito seguir así. Mirándote. Ahora te estoy descubriendo. Nos conocimos ayer por la tarde y por eso no quiero dormirme, porque quiero pensar que todavía es ayer. Aunque para ti cuando despiertes, ya sea hoy. Quiero estirar más el ayer, estirarlo hasta que no pueda más. Quizá este hoy improbable se esfume al abrir tus ojos. Quizá todo sea producto de la noche. De esas noches que uno sale con el corazón frío de casa y necesita que unas yemas cálidas lo acaricien. Pero es que cuando el ayer merece la pena, uno insiste en alargarlo siempre. Aunque hay que ponerse límites, saber hasta dónde podemos llegar.
Miro el reloj, nos queda una hora para entrar a trabajar. Creo que es el momento de despertarla. Ya va siendo hora de entrar en el hoy. Probablemente, todo se acabará. No entiendo por qué tengo ese tipo de presentimientos. En fin, lo mejor es que saque los uniformes de la secadora, habrá que vestirse. Porque habrá que trabajar. Ayer nos cayó la lluvia encima cuando salimos del trabajo, y decidimos darnos un respiro, darnos unos cuantos sueños a cuenta de la casa. Salimos del restaurante con los uniformes puestos, cogidos de la mano, cansados de los clientes y del encargado. Dijimos adiós con una sonrisa y salimos corriendo. Los gritos del encargado todavía se escuchan en mi cabeza. Creo que nuestros nombres serán famosos para muchos clientes y vecinos del barrio. A ella le bastó una tarde para despedirse, yo tuve que aguantar muchas tardes más.
Fue divertido pasar el resto del día con aquellos uniformes. Riéndonos de todo. De nuestro despido. De las caras de los clientes. De la voz aguda del jefe. Son momentos divertidos en el instante en que uno los hace, en cuento se piensan, ya son diferentes. Y ahora, con los uniformes en la mano, tengo que despertarla. Me tumbo a su lado y la abrazo debajo de las sábanas. Me encanta. Está tan calentita. Y tan dormida. Su pelo largo y rubio le recorre la espalda. Observo sus párpados, los beso con delicadeza, con cuidado de no dañar sus sueños. Le toco la cara con la palma de mis manos. Con la yema del pulgar le rozo la suave línea de las ojeras. Mientras beso y lamo su boca, ella, sin abrir los ojos, me abraza. Poco a poco despierta. Sus ojos verdes entran en el hoy, y dejan atrás el ayer.
-Te estaba mirando mientras dormías -le digo.
-Ah, ¿sí? ¿Y qué has visto?
-Esto -y acerco mi boca a la suya.
-Pero eso ya lo viste anoche -dice entre risas.
-Cuando te miraba, para ti era todavía ayer. Y ahora, apenas has abierto los ojos, ya es hoy. Y quizá nos toca volver a lo de antes -aparto un poco la sábana y le señalo los uniformes.
-¡Uf!, los uniformes -me dice-. Mira, hacemos una cosa. Cierra los ojos y ponlos muy cerca de los míos. Párpado con párpado. Dime, ¿qué sientes ahora?
-Me siento feliz.
-Porque has vuelto al ayer conmigo. Ahora estás en mis sueños. Y vamos a quedarnos así todo el día, soñando con ayer.
No digo nada. No quiero decir nada. Alejo mi mano de los uniformes. Y envuelvo nuestros cuerpos con la sábana.
Ya es medianoche. Ella está junto a la ventana. Noto una sensación muy agradable al mirarla. De afuera entra un viento todavía cálido para ser noviembre. El brillo de la luna endulza su piel. Está sentada encima de la mesa, con sus brazos rodea sus rodillas y me mira.
-Buenas noches, escritor -me dice mientras me enseña un libro donde pone mi nombre.
-Sólo he escrito ese. Todavía no soy escritor. Quizá lo fui.
-¿Por qué dices eso?
-Ahora estoy sin editorial. Ese libro no vendió casi. Ya forma parte del ayer. Mi hoy es éste -y le señalo el uniforme.
Nos reímos al ver de nuevo los uniformes. Arrugados y tirados por el suelo. Me levanto de la cama y me acerco a ella. Le beso la cara. Cuando llego a los ojos, los cierra. Siento sus párpados en mi boca. Me paso mucho rato besándolos. Siento vibrar sus ojos en mis labios.
-Me encanta el sabor de tus párpados -le digo.
-Pero no saben a uniformes. Ni tampoco a gritos, ni a jornadas de diez horas, ni a clientes pesados. ¿Verdad?
-Saben a tus sueños. A mis sueños. A tantas cosas.
-Ayer por la tarde servía mesas contigo y hoy me lames los párpados. Creo que lo mejor que me ha pasado es despertarme a tu lado esta mañana. Y… ¿si nos pasamos otra noche y otras muchas más saboreándonos?