martes, 17 de junio de 2008

llueve dentro de un tren



Alguien se acaba de olvidar su paraguas. Es transparente y está lleno de lluvia y besos. En el vagón del tren las cabezas de los pasajeros no miran nada, se inclinan hacia abajo. El paraguas está lleno de bocas rojas y gotitas de agua. Es una lástima que se pierda o que lo coja alguien que no le pertenezca. Creo que tendría que llevárselo al conductor, decirle que lo deposite en objetos perdidos, qué sé yo, me da pena que se lo lleve algún extraño.
Cierto es que dentro de unos días tengo examen de latín, y si voy hasta el primer vagón, no tendré tiempo de repasar. Pero hoy es lunes y estoy cansado, no me apetece nada estudiar. Quizá sea buena idea llevarle al maquinista el paraguas. Si tengo suerte igual me abre la puerta de la cabina y se lo puedo entregar. Así me despejo de tanto apunte.
Al poner la mano sobre el paraguas, todos los ojos que miraban hacia sus pies y sus manos, me miran ahora a mí. O al menos eso me parece. Me siento observado, juzgado, como si robara algo. Es una sensación extraña. Me dan ganas de decir en voz alta que no es mío y que sólo voy a llevarlo a un lugar seguro. Pero no digo nada.
Una mirada furtiva me alcanza antes de atravesar la puerta del vagón. Conozco esos ojos. Esa piel. Ese pelo. El sabor de esa boca roja apenas levantada. Miro al paraguas, la miro a ella; la beso en la mejilla, me atrapa su olor, mezcla de moras maduras y azahar. Aprieto con fuerza el paraguas y me oigo susurrar un “hasta luego” o un “adiós”, ya no recuerdo bien. Siento su mano estrujar mi pelo, acariciar mi cara. Su boca se me acerca y se despide con un “cuídate y sé feliz”.

El sonido al abrir la puerta de separación se confunde con mi suspiro. Estoy aturdido, vencido por los recuerdos. Y tengo algún que otro vidrio incrustado en los ojos. ¿Tenía que haber dejado el paraguas en paz? ¿Tenía que haber seguido con el latín? En fin, ya está hecho, no tiene remedio. En este vagón hay demasiada gente, igual o más que en el otro. Camino hacia la otra puerta. Pido permiso al pasar como si llevara un enfermo. Sólo es un paraguas, lo sé, pero ahora sí que quiero llegar a la cabina y salir del tren, me siento asfixiado.
Pienso en volver atrás, a mi asiento y dejar el paraguas donde estaba. Pero, ¿eso cambiaría las cosas? Si así fuera, no dudaría en hacerlo. Sin embargo, la decisión de levantarme ya ha condicionado mi mañana y hay que aguantar hasta el final. Mientras me abro paso, tropiezo con algo, miro hacia abajo y veo otro paraguas. Es transparente, lleno de besos y de lluvia. Me agacho y lo cojo. No puedo dejarlo ahí. Si he cogido uno tengo que coger el otro. Caminar se me hace más difícil, sólo tengo una mano libre.
Al apoyarme en un reposacabezas, sin darme cuenta, toco una mano de mujer. Siento el frío de su anillo en mi palma. Todavía no nos hemos mirado. Y no sé si nos llegamos a mirar alguna vez. Quizá sí, yo la miré hace tiempo, o quizá sólo la veía. Ahora con dos paraguas en la mano, en este viaje hacia la cabina del maquinista, la miro. Pero ella sólo me ve. No se acuerda de mí, del que fui. Sólo mira lo que hay, y ya es bien poco, apenas queda nada de nosotros. Le pregunto por sus hijos, por su marido, ella sonríe y se toca el pelo. Me pregunta por mis hijos, por mi mujer, y yo no sonrío ni me toco pelo. Le enseño los paraguas y sigo mi camino. Tengo prisa por salir de aquí. Nunca había tenido tanta prisa. Nunca unos paraguas me habían pesado tanto.

El tren está atestado, en cada parada entra más y más gente. No hay espacio para caminar, para avanzar. No sé cómo llego a la puerta que comunica con el primer vagón. Respiro aliviado. Al fin dejaré los paraguas y volveré con los apuntes. El pasillo está completo, llegar hasta el final es una locura. Pero ya no puedo echarme atrás. Me agarro a una barra del techo y avanzo. Llego a la cabina y justo al lado de la puerta, hay una chica sentada y sobre sus piernas tiene un paraguas como los que yo llevo. Es el mismo por tercera vez. Me siento a su lado y le preguntó si se puede entrar en la cabina, me dice que no y me señala un cartel, sólo es por algo grave o urgente. Le digo que esto lo es y le muestro los dos paraguas.

-¡Ah!, ¿tú también vienes por lo de los paraguas, no? -me pregunta.
-Sí, bueno, se los han olvidado y me sabía mal que se perdieran.
-¿Te arrepientes de haberlo hecho? De haberlos traído, digo.
-Sí, tenía que haber seguido con el latín. No ha sido una buena idea.
-¿Pero qué derecho tiene la vida a hacernos esto? Nosotros sólo queríamos ayudar, hacer algo bueno. Y de repente, nos hemos encontrado con nuestro pasado atravesando este tren. Tú sólo llevas dos. Yo tengo unos cuantos -veo cómo se agacha y al menos saca cinco paraguas de debajo del asiento- y lo peor es que no puedo entrar en la cabina a devolverlos. Me tengo que quedar con ellos.
-No tenemos que quedarnos con algo que ya no queremos. Además, sólo son paraguas, ¿no?
-Y lluvia y besos.
-Habrá que quedarse con eso, con las gotas de lluvia y los besos -le digo.
-Es lo mejor de una relación, el principio, cuando chispea, cuando con la cara mojada te sientes feliz. Luego vienen las largas temporadas de lluvia. Tienes la sensación de que nunca parará. Y lloverá y lloverá siempre. El problema es cuando de repente, para. Cielo despejado y nubes lejanísimas. Ya no hay lluvia, ya no hay besos.
-Lo sé. Pero los hubo, ¿no?

Cuando ella va a contestar, la puerta de la cabina se abre y aparece el maquinista. Nada más verlo, le enseñamos los paraguas y le decimos que los hemos encontrado perdidos en los vagones.
-Lo siento, no recogemos ese tipo objetos.
-¿Pero si son paraguas? -decimos ella y yo a la vez.
-Ustedes saben de sobra que no son sólo eso.
-¿Y entonces qué son? -le pregunto.
-Eso quisiera saber yo -mientras dice esto, nos enseña varios exactamente iguales a los nuestros-. Bastante tengo con los míos. No quiero más. Cada uno tendrá que aprender a vivir con sus besos perdidos y su lluvia intermitente.