miércoles, 27 de febrero de 2008

el malabarista



Por fin descubrí mi vocación. Quería ser malabarista. Últimamente no hacía otra cosa más que eso. Juegos malabares. Desde que me levantaba hasta que volvía a la cama. Supongo que será difícil ganarse la vida con esto, pero quién dijo que la vida fuera fácil. Además, al final todo se reducía a una cuestión de suerte. El empeño, la tenacidad, el esfuerzo, servían de bien poco. En cambio, el azar, la fortuna y la casualidad, eran tres palabras a tener siempre en cuenta. La vida se podría resumir con aquella frase de: "Abran juego, amigos ".

La mayoría de los malabaristas solían jugar con bolos, antorchas o pelotas de goma. Sin embargo, yo lo hacía con ilusiones. Cada día pensaba en tres, las lanzaba al aire y les daba vueltas. Despacio. Con cuidado. No había que tener prisa. Podrían caer y romperse. Las ilusiones estaban hechas de un cristalito finísimo. Más de una vez intenté reconstruir alguna con cinta adhesiva, pero todo fue inútil. Una ilusión dañada era tan poca cosa.

Ayer fue uno de esos días donde las ilusiones entran en juego. Se me cayeron dos. Fue de aquellas cosas que uno no se espera. Yo estaba tan tranquilo, jugando con ellas. Dándoles vueltas en el aire. Las sentía rozar la palma de mis manos. Estaban vivas, bien alimentadas, y pronto se harían realidad. Porque ese era el fin de una ilusión. Tener vida propia, levantarse y caminar por sí misma. O al menos yo lo creía así.

Enfrente de mí tenía un espejo. Me miré en él y me sentí absurdo. Un treintañero movía las manos de forma circular, como si tuviera entre ellas pelotas de goma o cualquiera otra cosa. ¿Pero qué sabía aquel espejo? Sólo era eso, un espejo. Y yo era un tipo afortunado. ¡Tenía tres ilusiones en movimiento!

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