viernes, 8 de febrero de 2008

errantes


En un principio éramos, después vagamos, nos prestaron habitaciones y apellidos. El dinero nos duró agosto nos costó septiembre y en diciembre éramos dos tumbas que no se hablaban.
El tiempo con sus tristezas nos convierte en duendes, como esa estrella que no termina de consumirse, como ese invierno que permite nuestro odio, como el después de tantas segundas cosas.
Que una vieja prostituta sin labios nos leyera los ojos y de paso las manos, sin ser cíngara ni cirujana sólo demonio, en la trastienda de una tienda de animales, eso pudo haber sido un aviso.

¿Cómo puedo amarte sin que llueva
obligarte a desayunar sin que vomites
distraerte de ese alimento tuyo
que te aleja de mí para siempre
cada noche
cómo evitar que te vayas de ti
para no convertirte en ninguna otra persona
respetar tu vicio cuando tú eres el mío
saber si estás ahí cuando
sin ninguna distancia
te miro y dudo
cómo puedo permitirte morir
lentamente y acribillada
por los mosquitos y las sombras?

Hemos ardido con los edificios
y las partes arrancadas
de huesos metálicos.
Las familias mutiladas y las intactas
que descansan sobre fortalezas podridas por sorpresa
con turistas armados con cámaras fotográficas
y dinero
un lugar para dormir ya pactado
la cabeza llena de pestillos
y el miedo de las revueltas.