martes, 28 de octubre de 2008

en los últimos asientos de un tranvía


Frenos desgastados, dirección torcida, embrague a punto de romperse. Era el diagnóstico de mi viejo coche. Veinte años no es nada, dicen.
Para él sí. Poco le quedaba ya, y si no ahorraba para repararlo, no le quedaría nada. El problema era el dinero. El mecánico me pedía demasiado. Y mi trabajo no daba para tanto, no daba más que para pagar el alquiler y alimentarme. Cada vez me era más difícil ganar premios literarios. En eso consistía mi trabajo. Antes los ganaba sin dificultad. Escribía un cuento, lo enviaba, y al poco me llamaban. Así gané un concurso tras otro. Llegué a ganar en varios años más de mil premios. Y eso que casi siempre me presentaba con los mismos cuentos, les cambiaba el título, algunas frases y los decoraba con nuevas metáforas. Sin embargo, ahora, no sabía qué pasaba. El caso era que no ganaba ningún premio desde hacía tiempo. Mi dinero sólo salía de mi cuenta corriente. Mala señal. Porque al final uno no podía ni reparar el coche, y no me quedaba más remedio que ir en tranvía. Tampoco era que necesitara ir a ningún sitio en particular. Viajaba por distraerme, por encontrar nuevas ideas. Por ver cosas. Todo escritor lleva un espía dentro: unos ojos cotillas que persiguen la realidad para luego deformarla.

Elegí el tranvía porque me pareció un medio de transporte romántico. Con sus caras pegadas a los cristales, sus soledades en el interior, sus adioses en cada parada. Y luego aquella voz de mujer, llena de sensualidad, anunciando cada cierto tiempo la próxima parada. Aunque al final, después de oír tanto la grabación, perdía todo el encanto y pasaba a formar parte del trayecto. Ya se sabe, la rutina lo convierte todo en normal, en cotidiano. Mi línea preferida, la 7. Tenía veinte paradas. Su trayecto era el más céntrico. Era una línea provisional, con un recorrido alternativo al de siempre, pero esto lo supe luego, y casi pagué las consecuencias.

Recorrí aquella línea durante varios días. De principio a fin. Siempre llevaba conmigo un libro llamado Veinte poemas para ser leídos en tranvía. Ya me los sabía de memoria, pero no importaba. A veces, si no había mucha gente, los recitaba en voz baja. El que más me gustaba era ‘Nocturno’. Cuando decía «El frescor de los vidrios al apoyar la frente en la ventana». O «No hay ternura comparable a la de acariciar algo que duerme».
En el índice del libro copié las líneas curvas y rectas del itinerario. El mapa del tranvía. Marqué las veinte paradas. Y las llamé como los poemas del libro. Así teníamos la primera, ‘Paisaje bretón’, la segunda, ‘Café-Concierto’, la tercera, ‘Croquis en la arena’, la cuarta, ‘Nocturno’… hasta llegar a las veinte paradas, ¿o ya eran poemas? Ya sólo faltaba escuchar la voz de mujer diciendo: «Próximo poema, ‘Nocturno’». No estaba nada mal pasar así el día. Murmurando versos. Con los ojos muy cerca de la ventana. Esperando algo, alguna idea para mis cuentos.

Normalmente abría el libro nada más sentarme en el tranvía. Sin embargo, una mañana decidí, todavía hoy no sé por qué, leer el poemario desde el principio. Desde la primera parada. Pero para eso tenía que esperar al fin del trayecto y luego volver a empezar. Bueno, tampoco había prisa. Además, así haría algo diferente y seguiría el itinerario poético del tranvía. Me senté en el último asiento, junto a la ventana. Era mayo, mediodía. De afuera entraba un aire de agua. El cielo parecía un papel de periódico arrugado. Lloviznaba sobre mi cara. Cerré los ojos. Las gotitas eran cálidas. Dejé el libro a un lado y me quedé así. Quieto. No sé cuántas paradas pasaron, perdí la noción del tiempo. Cuando abrí los ojos, todo había cambiado. El tranvía estaba lleno. Ni un sitio libre. Enfrente de mí había una chica sentada.

Leía un cuaderno rojo. No pude ver su título escrito a mano. Sus dedos finos y blancos lo escondían. Estaba sumergida en la lectura. Varios lunares coloreaban uno de sus pómulos. Su cara tenía la palidez de la belleza. Una intensa soledad sombreaba el color de sus ojos. Eran inmensamente bellos, inmensamente tristes. La lluvia le empapaba el pelo, la piel, los labios. Movió sus dedos y pude leer el título: Poemas para un tranvía. Sentí el impulso de conocerla. De decirle lo mucho que me gustaba viajar en esta línea con un libro, que tenía un título parecido al de su cuaderno. Quise contarle que las paradas de la Línea 7 ya no eran paradas, sino poemas. Pero no le dije nada de eso. A veces, suceden otras cosas. Más inesperadas. El tranvía frenó de golpe. La brusquedad nos sacó del asiento y casi nos dimos de frente. El libro y el cuaderno cayeron al suelo. Al verlos ahí, juntos, cerca de mis pies, tomé el cuaderno y le dije:

—Perdona, se te ha caído.
—Gracias.
—Me gusta tu cuaderno.
—Te lo cambio por tu libro. Este cuaderno es muy valioso. Dentro escribiré mis poemas para leerlos en el tranvía.
—Vale, te lo cambio. Pero con una condición —le propuse yo.
—¿Cuál?


Continuará...