jueves, 30 de octubre de 2008

en los últimos asientos de un tranvía

—Que nos volvamos a ver.
—Seguro que nos veremos.
—Sí, ¿pero dónde?
—Aquí. En estos últimos asientos.

Fue lo último que dijo. Bajaba en la próxima. Atravesó todo el pasillo atestado de gente. Se puso en la puerta de salida. En la mano izquierda llevaba mi libro. Pensé que giraría la cabeza y que nuestras miradas se cruzarían antes de que bajara, pero no. El tranvía cerró sus puertas y siguió su camino. Y yo volví a cerrar los ojos con su cuaderno entre mis manos, el pelo mojado y el olor a lluvia en mi cara. La mayoría de las veces sucede lo que no tiene que suceder. Miré el cuaderno. Era de una piel roja envejecida. Lo palpé. Antes de abrirlo pensé en todas las expectativas que me ofrecía. «Dentro estarán mi poemas», recordé sus palabras. Y tenía razón, sólo había páginas en blanco. Pensé en ella, en cómo parecía leer mientras la lluvia le mojaba la cara. Sus ojos estaban fijos, inmersos en aquellas páginas vacías. Busqué algún nombre, algún número de teléfono. Nada.

Tal vez tenía que sacar lo bueno de la situación. Aquello podía ser un buen cuento. Una chica con la cara empapada leía un cuaderno en un tranvía, un frenazo, un intercambio, y la posibilidad del reencuentro. No estaba mal para empezar. Al menos existía algo importante en un relato, el viaje del personaje. Aquella misma noche escribí el cuento. Tenía varias direcciones para enviarlo a premios literarios. Así que nada más terminarlo, lo metí en varios sobres. Listo para enviar. Listo para ganar algunos euros.


A la mañanaza siguiente y durante muchas mañanas más, hice el mismo recorrido en el tranvía. Pero nunca más la vi. Nunca apareció aquella chica que quería escribir poemas. Yo seguí en el tranvía hasta que me cansé, o mejor, hasta que gané dinero y pude arreglar el coche. Ya no era escritor. Nunca volví a ganar ningún premio. Ni con aquel cuento de la chica del cuaderno rojo. Ahora tenía una jornada laboral de diez horas. Turno partido. No había tiempo para nada. Ni tan siquiera para historias de amor en un tranvía. Aunque en mi mente, de vez en cuando, recordaba el brillo de la lluvia en su cara, los lunares deslizándose por su pómulo izquierdo, y su pelo negro, mojado, peinado hacia atrás.

La vida, al igual que los tranvías, no suele ir siempre por una línea recta. Los cambios siempre aparecen de una manera más o menos inesperada. Varios años después, una tarde de julio, el tranvía de la Línea 7 paró justo al lado de donde yo estaba. A través de los cristales, me pareció verla. Cuando se abrieron las puertas, entré sin pensármelo. Ella estaba al fondo, en los últimos asientos, sumergida en un libro, probablemente de poemas. Me senté justo enfrente. No levantó la mirada. Me fijé en las tapas desgastadas del libro, las puntas estaban dobladas y el color negro se había vuelto gris. Sin duda, era mi libro. El que se me cayó al suelo aquel mediodía de mayo.

—Perdona, no sé si te acordarás de mí —le dije.
—Claro que me acuerdo —dijo sin levantar los ojos—. ¿Pero es un poco tarde, no crees?
—¿Tarde? Pero si estuve mucho tiempo haciendo la Línea 7 de arriba abajo. Y nunca te vi.
—Esta es la Línea 7 —levantó los ojos, vi otra vez en ellos una inmensa tristeza— la de las paradas hechas poemas —me dijo enseñándome la primera página de mi libro.
—¿Entonces, en cuál viajaba yo?
—No lo sé. Supongo que el día que nos conocimos cambiaron aquella línea de número. Sería provisional.
—Vaya. ¿Sabes que estuve varios años buscándote? Cada mañana me sentaba en el último asiento. Con tu cuaderno entre las manos. Te esperé una eternidad.
—Yo también, pero en una línea equivocada.

Nos quedamos en silencio. Había pasado tanto tiempo. Cinco años. Y cada uno en un tranvía. ¿Cómo no me di cuenta? Qué despiste. Cuánto tiempo perdido. Recuerdo que cuando la conocí todo era diferente. Había sueños de por medio. Ilusiones. Pero las circunstancias nos obligaron a hacer cosas que no queríamos. Ella llevaba una faldita de Zara, unas medias rosa pálido y una blusa blanquísima con el holograma de unos grandes almacenes. Y yo, una camisa y una corbata desajustada por el calor. Éramos dos supervivientes. De nuestros propios sueños.

—¿Qué pasó con tu vida? —le pregunté.
—Cuando me conociste quería escribir poemas. Y ahora soy un poema que ficha cada día. De 9 a 2 y de 4 a 9.
—Tampoco a mí me ha ido bien. Fui un escritor invisible. A lo único que llegué, fue a ver mi nombre escrito en el agua de los premios.
—Y cambiaste la literatura por la corbata —me dijo desajustándome todavía más el nudo.
—Sí. Al final renuncié.
—Cuando se trata de comer, no hay dignidad que valga la pena. Ni la de tus sueños.

Por las ventanillas se colaba, muy despacio, el atardecer. El interior del tranvía se coloreó de rosas y naranjas oxidados. Y de pronto, un frenazo, nuestras caras chocaron en el aire. A la misma vez una nube abrió su vientre encima del tranvía. Estrías transparentes se deslizaron por los cristales formando telarañas de agua.


¿Volvemos a empezar donde lo dejamos? —me preguntó.
—Será difícil llegar.
—Ahora somos dos.
—Tienes razón. Al menos habrá que intentarlo.

Nos quitamos los uniformes, los dejamos extendidos en los últimos asientos. Como si fueran dos personas flaquísimas e invisibles. Y cogidos de la mano bajamos en el próximo poema, besándonos, medio desnudos, medio abrazados.