miércoles, 2 de abril de 2008

Madrid, lunes, 28 de noviembre de 2006


Supongo que cuando alguien comienza a escribir un diario es que cuenta con una poderosa razón para hacerlo. Quizá es que se cree muy importante, casi el ombligo del mundo, o que dispone de mucho tiempo libre, que se aburre como una ostra o que desea oscuramente que alguien lo encuentre y lo lea, para que ese alguien descubra que quien escribe es una persona maravillosa. Ser una persona maravillosa no significa lo mismo que estar sembrado de buenos sentimientos. La turbiedad puede ser también una maravilla. Y los entresijos y las veladuras y el hecho de ser un cuerpo oculto detrás de los visillos.

Escribir un diario es como ponerse una vela encendida al lado de la cara y mirarse al espejo buscando, de mentira, el rostro de la propia muerte. Como una niña a la que, jugando, le gusta tener miedo y deja abiertas las puertas del armario antes de meterse en la cama. A mí me suceden las tres cosas a la vez: me creo y no me creo el ombligo del mundo, malgasto mi tiempo, necesito mostrarme en la penumbra sin que una mano encienda de golpe todas las luces y aparezca detrás del telón un pequeño hombre con calvicie y gafitas que maneja una máquina distorsionante del sonido, un hombrecillo apellidado Oz.

Además de todo eso, me parece que escribir estas páginas podría serme útil, porque en algunas ocasiones, reacciono de una forma que para mí misma resulta desconcertante. Quizá, haciendo memoria y el esfuerzo de escribir, descubra que no soy la hija de mis padres, que tengo pendiente un examen de matemáticas y que, por tanto, no he acabado la carrera, que a mi hijo se le ha borrado sospechosamente de la piel una marca de nacimiento. Hay quien dice que primero se piensa y, después, se escribe; pero en el diario las reglas las pone quien toma la palabra y puede escribir verdades o mentiras, mentiras que iluminan toda la verdad, episodios convencionales, síntomas de enfermedades... escribir puede ser un modo de pensar, de ordenar los cajones, de ponerle nombre a lo que nos va sucediendo. Supongo que quien escribe un diario -y no sé si hablo por mí- es una persona que no se siente muy feliz y busca un recurso para salvarse sin guardar tampoco demasiadas esperanzas. Quizá el resultado sea que me encontraré y será una auténtica desilusión y me saludaré diciéndome "desencantada de conocerte, querida." También escribo un diario por recomendación expresa de mi psiquiatra, el Dr. Bartoldi.

Empecemos por el principio, tal como Bartoldi me ha sugerido. Tal vez, el dato más relevante, hasta el momento, sea el de comenzar un diario con la palabra "supongo" y con una larga justificación. Apenas he comenzado a escribir y ya empiezo a justificarme por lo que hago o por lo que voy a hacer. Creo que esa actitud da buena cuenta de mi carácter y quizá, si no hubiese tenido la oportunidad de releerme -la escritura fija, aunque no siempre da esplendor-, no me habría percatado de un detalle tan trascendental. Por lo demás, mi vida, en sus aspectos visibles, no es muy interesante. Tengo cuarenta años y padezco menopausia precoz. Estoy casada. Pago una hipoteca. Tengo un hijo de doce años. Vivo en un barrio del centro Madrid que es una especie de escenario gótico: las farolas lucen a medio gas, los transeúntes visten largos abrigos oscuros y es necesario abrir la puerta y traspasar el umbral de ciertos locales para saber qué sucede dentro. En mi barrio, me resisto a la tentación permanente de mirar por el agujero de las alcantarillas. Madrid es una ciudad de túneles sumergidos y pasadizos secretos. Estoy segura. Soy profesora en un instituto de enseñanza secundaria y curiosamente me llevo muy bien con mis alumnos. Algunos días creo en mi trabajo y otros no entiendo qué hago delante de esas caras que no me transmiten casi nada. Mis problemas económicos existen, pero no son demasiado graves, aunque mi marido se acaba de quedar en el paro. De momento, vamos tirando. Escribir un diario me provoca cierta culpa, porque es un tiempo más que le robo a mi marido. Podría estar conversando con él, pasando el rato sobre el tablero de un juego de mesa, pero me encierro aquí -la habitación en la que escribo es bastante amplia, tengo la espalda desprotegida, cualquiera podría llegar por detrás y darme un susto - y me pongo a escribir y no me siento bien, ni me olvido de nada, ni soy más yo misma que en otras situaciones. Mi marido, por su parte, no me reprocha mi recogimiento, del mismo modo que no me fuerza a abrazarle cuando, por las noches, me doy la vuelta y adopto una postura fetal.

Acabo de ponerme a escribir y ya han salido a la luz dos rasgos de mi forma de ser: la necesidad de justificarme y el no sentirme contenta con las decisiones que tomo sin que nadie me presione. Empieza a darme un poco de miedo esta manera de hablar conmigo, Dr. Bartoldi. Cuando me comporto bien por propia voluntad, no soy feliz, sino que me siento sola y estúpida. Así que no encuentro recompensa a mi bondad. Quizá, dentro de unos días, descubra que podría purgar mis culpas y ser feliz, haciendo un daño extremo a mis semejantes. Podría entrar en el piso de abajo de mi casa. Mi vecina me franquea la puerta. A menudo la ayudo a levantar a su marido del suelo. El viejo está a punto de morir, pierde el equilibrio, se cae y mi vecina se ve obligada a buscar ayuda. Cuando estoy ayudando a la mujer a levantar del suelo al pobre viejo, como lo llama ella -ya no le llama mi marido, sino el pobre viejo-, el hombre me mira con temor y balbucea que se va a caer, que se va a caer. Cuando volvemos a dejarlo atado a su sillón, me sonríe, aunque yo creo que sus ojos azules ya no pueden verme. El viejo tiene el azul de los ojos de los viejos, de esos ojos que ya son como una tela pasada, desgastada por el roce. No es un azul vivo, sino un azul transparente, un azul que está a punto de dejar de serlo. El viejo tan sólo sonríe porque tiene el culo pegado al sillón, porque está relativamente cómodo y seguro. No tiene muchos más motivos.
Pues bien, podría franquear la puerta de mi vecina con la excusa de preguntar cómo se encuentra, si necesitan algo. Y podría matar a los dos viejos sin hacerles ni siquiera sangre. Estoy segura de que ningún otro vecino sospecharía de mí y de que si a mi marido le preguntaran si ha oído algo -el permanece casi todo el día sin moverse de casa- o si recuerda algún detalle que pueda ser importante, yo sería la última persona que se le pasaría por la imaginación. Yo, que lloro al eviscerar un pollo y me pongo los guantes de plástico de las gasolineras para no palpar la superficie de las vísceras, su temperatura, que a veces traspasa el plástico, y me pone de punta las yemas de los dedos.

Mis crímenes justificarían la existencia de un diario. El diario sería el guardián de mis secretos, el confidente de mi poder, el espejo de Blancanieves donde puedo repasar mis errores, el documento para construir mis coartadas. Por fin he encontrado un argumento de peso para seguir las recomendaciones del Dr. Bartoldi. Usted tenía razón, Doctor: el simple hecho de coger la pluma - y, por supuesto, esta expresión no es más que una metáfora- ya me ha dado unas cuantas ideas.

También, apunto, para que no se me olvide, que debo comprar un kilo de tomates.